Luis Javier Plata Rosas. Algarabía
¿Para qué nos sirven las huellas digitales a cada uno de nosotros, primates de la especie Homo sapiens?
Pregunta a quien quieras para qué sirven las huellas digitales y, posiblemente, la primera respuesta en la lista de «Mil mexicanos dijieron» tendrá que ver con identificar a la víctima o al sospechoso de un crimen. Cientos y miles de episodios y películas sobre ciencia forense alguna enseñanza tenían que dejarnos.
Aunque es difícil de creer, si consideramos el uso tan intenso que hacemos de nuestras manos —y de los dedos que hay en ellas—, la explicación más común, reproducida en revistas, libros e Internet, resultó ser un mito.
Cuestión de especie
Es verdad que en nuestros primos, casi hermanos, primates y en nosotros mismos la selección natural ocasionó que nuestras garras se convirtieran en uñas, las puntas de nuestros dedos en almohaditas acolchonadas y suaves de piel o, en otras palabras, en yemas de los dedos; y la piel de las yemas de los dedos en una superficie llena de relieves, conocidas como crestas papilares, y surcos —los surcos interpapilares, dirían los dactilógrafos o expertos forenses en huellas dactilares—, cuya distribución representa un diseño único1 para cada uno de nosotros y nos acompaña durante toda nuestra vida.
¿Manos con dedos, yemas y huellas digitales nos dieron a los primates la ventaja evolutiva de poder asirnos de las ramas de los árboles y trepar a éstos cuando el depredador en turno acechaba?
Al considerar las lecciones que la evolución convergente nos proporciona —uno de sus ejemplos más famosos: las aletas, que de manera independiente fueron desarrolladas por tres clases diferentes de animales: peces, reptiles, como los extintos ictiosaurios, y mamíferos, como los delfines—, podríamos concluir que las huellas digitales en algo deben mejorar la capacidad de quien las posee para asir o agarrar, dado que los osos koalas —que evolutivamente hablando están tan separados de los osos como de nosotros los primates—, pero que se pasan el día en los árboles, también tienen huellas digitales.
Por si no fuera prueba suficiente para sospechar, algunos monos del nuevo mundo tienen, en efecto, lo que sería el equivalente a huellas digitales —¿colas dactilares? ¿huellas caudales?— en su cola prensil.
Supongamos, entonces, que la hipótesis de que las huellas digitales nos ayudan a agarrar objetos es correcta.
Suponemos que la rugosidad de las yemas de los dedos aumenta la fricción que se genera cuando agarramos un huevo, una lata de cerveza, una iPad o cualquier otro objeto con superficie lisa, una de las explicaciones favoritas dentro y fuera de la comunidad científica.
No fue sino en el año 2009 que Roland Ennos, biomecánico de la Universidad de Manchester, llevó a cabo, con ayuda de su estudiante Peter H. Warman, una serie de experimentos para probar que las huellas digitales no aumentan la fricción.
Ennos consideró que la idea de que las huellas digitales aumentan la fricción entre los objetos lisos y nuestros dedos está basada principalmente en que unos cuantos años antes, en el 2007, otros investigadores habían determinado que esto era lo que ocurría en el caso de la piel de nuestros antebrazos —que, por supuesto, no tiene huellas digitales y es casi lisa—, pero con una condición: que estuviera seca.
Si, por el contrario, nuestro antebrazo estaba húmedo, la fricción era descrita por una ley física distinta y se comportaba entonces de manera similar al hule: la fricción generada es mucho más grande que en el caso de sólidos duros, ya que la flexibilidad del hule le permite cubrir una mayor área de contacto con la superficie rígida sobre la que se va a deslizar.
Ennos pensó que posiblemente nuestras huellas digitales también se comportarían como la liga y nuestro antebrazo.
En el caso del hule, la fricción no se debe a su rugosidad —fricción externa—, sino a las fuerzas entre las cadenas de moléculas que constituyen al hule, unidas mediante lo que se conoce como fuerzas de Van der Waals —lo que aquí tenemos es una fricción generada de manera interna.
Para verificarlo Ennos realizó un experimento que consistía en colocar cada uno de los dedos de la mano de su conejillo de indias —perdón, de su estudiante—, Peter H. Warman, detrás de una hoja de acrílico. El dedo era sujetado en posición vertical, con ayuda de dos anillos atornillados a una placa, de manera que la huella digital presionara la hoja de acrílico. Esta hoja era entonces deslizada hacia arriba lentamente, durante una corta distancia, y la fuerza requerida para levantarla quedaba registrada en una computadora.
Gracias a este experimento pionero de la biomecánica sabemos ahora que aumentar la fricción para evitar que una hoja de acrílico —o cualquier cosa con superficies rígidas y lisas— se nos caiga de las manos no es la razón de que tengamos huellas digitales.
Nuestras huellas digitales se comportan como el hule y sus surcos y crestas no sólo no aumentan la fricción, sino que reducen en más de 30% el área de contacto máximo que habría entre lo que queremos agarrar y nuestros dedos, si su piel fuera lisa.
Como en este caso ya sabemos que la fricción depende del área de contacto entre superficies, eso significa que en ocasiones nuestras huellas digitales podrían, incluso, debilitar nuestro agarre y justificar que nos apoden «dedos de mantequilla».